Creo no equivocarme si afirmo que una de las mayores tragedias de este país es que la mayor parte de los damnificados es la misma que sufre los crueles problemas de las violencias, producto del conflicto armado colombiano. Y todos ellos han sentido en carne propia cómo sus derechos han sido vulnerados una y otra vez; derechos como el tener un trabajo propio y digno que les permitan gozar de unos mínimos ingresos para su sustento diario, el gozo de los bienes patrimoniales, el acceso a la educación y a la salud, el disfrutar de un territorio en dónde ver arraigadas sus esperanzas y la vida misma…
Guillermo Orlando Sierra Sierra
Rector Universidad de Manizales
En un estudio hecho por un equipo de expertos, liderados por Luis Jorge Garay Salamanca, y cuya propuesta salió en el periódico El Espectador bajo el título ¿Fusionar políticas de desplazados y damnificados?, a finales del año pasado, se puede leer que por lo menos unos "4,8 millones de personas afectadas son mayores de 12 años de edad, de los cuales el 55% es económicamente activo". De esta cifra se desprende que aproximadamente unas 2,1 millones de personas no tienen empleo y ni siquiera un salario mínimo. El nivel de pobreza, se afirma en la investigación del equipo de Garay Salamanca, podría llegar fácilmente a un 95% para esta población que además de las inclemencias del clima, tienen que soportar el abuso de quienes ostentan del poder del dinero.
Este trabajo académico nos alerta sobre la dimensión de la tragedia humanitaria que vivimos en Colombia. Asistimos -parece que muchos queremos seguir sin darnos cuenta de ello- a un proceso en el que se avizoran todavía mayores y agudos conflictos y violencias, y en los cuales el tipo de desarrollo económico supuestamente alcanzado no corresponde con las ilusiones y las esperanzas que día tras día se instalan en el comercio de las grandes y medianas ciudades.
Con base en esto, pregunto en medio de este aterrador atraso material y espiritual, si no podemos proporcionar empleo e ingresos decentes, si no buscamos maneras de que millares de niños, niñas y jóvenes tengan acceso a la educación, y otros tantos millares de ciudadanos puedan acceder a los servicios de salud, entonces ¿qué les vamos a ofrecer como sociedad? O ¿aceptamos irlos exterminando a medida que vayan entrando en la desobediencia y se salgan del rebaño?
Estoy seguro que muchos -por no decir que todos- reconocemos que es necesario hacer reformas de verdad. Y ya. Pero mucho me temo que el impacto inmediato de las mismas sea nulo y solo se sentirá a largo plazo. Quizás si nos volvemos serios, en un futuro las cosas mejoren en lo que tiene que ver con el hambre, la marginalidad y la miseria social. No obstante, hay que buscar fórmulas, maneras, mecanismos, instrumentos para lograr una mayor justicia y equidad, una enorme solidaridad e inclusión. Pero para esto debe haber una muy real voluntad política que supere este desamor moderno que nos embarga, esta trituración de la unidad de la vida, este vacío y horror que miles y miles de ciudadanos soportan día tras día, con sus hijos a cuestas.
Ojalá caigamos en la cuenta de que ya es hora de bajarnos del lomo de esta bestia apocalíptica que ha sido y es la indiferencia frente al dolor ajeno.
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