La dinámica cultural de una ciudad se mide en la tesitura intelectual de sus bares; o mejor, en el talante intelectual de sus cantinas. Allí van a parar todas las reacciones, elaboradas o no, de los espectáculos, de los artistas, de los procesos, de los proyectos o elucubraciones, de las creaciones fallidas o de las que siempre están en construcción y nunca terminan por realizarse. Allí recalan desde los secretos e imperfecciones de las obras, las envidias, odios y rencillas entre los creadores, hasta las sempiternas acusaciones y señalamientos a los funcionarios de turno que mal administran la cultura de la ciudad.
En los años setenta y ochenta el meridiano de esta baraúnda o jaleo cultural fue Kien, la modesta taberna del centro de la ciudad que dibujó el imaginario de la época, marcado por el ejercicio retórico de la Revolución, las ideas de izquierda, el idealismo dialéctico y la marihuana, ésta ya menos retórica.

Hoy Juan Sebastián Bar está cada vez más solo, sin apenas contertulios, y con uno que otro bohemio extraviado. A unos pocos metros de allí, en el prefabricado parque de los caficultores colombianos (Juan Valdez), la tertulia cultural se abre paso al aire libre entre los diálogos light propios de este escenario-vitrina a donde se va, no para ver, sino para que le vean.
Diálogos del rebusque
¿Se puede medir la estatura cultural de la ciudad por el talante intelectual de sus bares? Ésta bien podría ser una investigación para justificar un diagnóstico institucional o, en el mejor de los casos, para solucionar un cierre de maestría. Pero de cultura y planes de desarrollo está sobre-diagnosticada la ciudad. Dejemos entonces esa relación expuesta como una tesis, según la cual la dinámica cultural de la ciudad ya no está dando siquiera para diálogos examinadores, críticos o lúdicos. La tertulia es ocasional, no sistemática. Es una tertulia de parque, o mejor, de pasillo ambiental. Ya hay quienes buscan afanosamente clientes para que el bar vuelva a ser el punto de encuentro.
¿Para qué una feria del libro si en ella van a exponer las mismas librerías y almacenes de libros de la ciudad, con los mismos libros de texto y, lo que es peor, con los mismos precios? ¿Cuál era el plus, la novedad, el tremor que haría recalar turistas culturales, o despertar el interés de la clientela interna, si la ya desaparecida feria del libro no era más que un puñado de stands pordioseros buscando cómo atrapar a un lector improvisado o enviado -sin dinero- por la escuelita o colegio de turno?
Pero el problema no es del bar, ni de falta de políticas tipo “hora feliz” con el pague uno y consuma dos. El bar y su relación con la ciudad no es más que un signo sobrecogedor de un fenómeno aún más acechante que afecta la dinámica de la urbe. Algunos le llaman indiferencia, pero a mí me resulta este término un tanto desprestigiado en razón de esa discursividad cutre que se instaló en la música popular de hoy. Abulia o desinterés podrían dibujar mejor el panorama, pero prefiero robarme el concepto de Altiplanitis expuesto por José Vasconcelos, según el cual el habitante del altiplano (en nuestro caso, la montaña) termina por anclarse en su terruño, porque cree tenerlo allí todo (está en lo más alto) y en cuanto tal es el centro del universo.
Abulia o desinterés podrían dibujar mejor el panorama, pero prefiero robarme el concepto de Altiplanitis expuesto por José Vasconcelos, según el cual el habitante del altiplano (en nuestro caso, la montaña) termina por anclarse en su terruño, porque cree tenerlo allí todo (está en lo más alto) y en cuanto tal es el centro del universo.
El mal de la altiplanitis, por ejemplo, suscita un desinterés por conocer otras latitudes, que es contrario a lo que le pasa al costeño cuando ve partir cada barco desde el muelle: más temprano que tarde termina convertido en un Ulises emprendiendo odiseas en cada viaje.
Nuestra altiplanitis cultural empezó cuando nos vendieron la idea de que éramos el meridiano cultural de Colombia y que Bogotá era la Atenas (¿apenas?) suramericana. Ese pasado se apulgaró, con su polvo enmohecido, en el espejo de algunos vanidosos que supieron sacarle provecho (propio) a la cultura para seguir vendiendo a su favor esa idea de que todo pasa con una cierta exclusividad por Manizales, justo en tiempos en que la globalización no admite meridianos, sino circuitos compartidos.
Esa falsa ilusión ha llevado a crear ferias de libros, festivales de música, de poesía, que carecen de identidad y de personalidad, que sumadas traducen a que no son necesarias en el medio. ¿Para qué una feria del libro -nos preguntábamos entonces- si en ella van a exponer las mismas librerías y almacenes de libros de la ciudad, con los mismos libros de texto y lo que es peor, con los mismos precios? ¿Cuál era el plus, la novedad, el tremor que haría recalar turistas culturales, o despertar el interés de la clientela interna, si la ya desaparecida feria del libro no era más que un puñado de stands pordioseros buscando cómo atrapar a un lector improvisado o enviado -sin dinero- por la escuelita o colegio de turno? Una feria así no podía sobrevivir ni era necesaria en una ciudad que ya había visto cerrar una de las librerías clásicas (La Atalaya), mientras en su agónico fin exhibía en su vitrina por igual libros y verduras, en un acto simbólico y desenfadado de su propietario ante la falta de cultura de sus clientes.
Delirios bajo los puentes
Se trata pues de un mal que amenaza con volverse endémico y se expande con su desidia por todos los rincones, iniciando por las estructuras de poder de la ciudad. El alcalde de turno, por ejemplo, no soportó la iniciativa de la Escuela de Circo que impulsa el Festival Internacional de Teatro, pensada para poner a volar la imaginación y el talento de los jóvenes marginales y marginados, y brindarles un escenario de proyección hacia la cultura mundial. El mandatario, con la visión chata que identifica a los gobernantes de hoy, no vio en aquel emprendimiento una posibilidad de inclusión para los jóvenes, sino a un puñado de outsiders volcados a los semáforos con naranjas en mano, afeando el paisaje urbano y exhibiendo nuestra oculta miseria.
Hoy Juan Sebastián Bar está cada vez más solo, sin apenas contertulios, y con uno que otro bohemio extraviado. A unos pocos metros de allí, en el prefabricado parque de los caficultores colombianos (Juan Valdez), la tertulia cultural se abre paso al aire libre entre los diálogos light propios de este escenario-vitrina a donde se va, no para ver, sino para que le vean.
Hoy Juan Sebastián Bar está cada vez más solo, sin apenas contertulios, y con uno que otro bohemio extraviado. A unos pocos metros de allí, en el prefabricado parque de los caficultores colombianos (Juan Valdez), la tertulia cultural se abre paso al aire libre entre los diálogos light propios de este escenario-vitrina a donde se va, no para ver, sino para que le vean.
Altiplanitis que lleva a los delirios de algunos funcionarios sempiternos, que se creen irremplazables y recalan una y otra vez en la burocracia local, para ralentizar las urgencias culturales con “ideas” descabelladas y excéntricas como construir la biblioteca pública debajo de los puentes de La Autónoma, como si además de la neblina, Manizales tuviera en sus desangelados puentes algún parecido con el París que retrató René Clair.
A otros, la altiplanitis les achata sus sueños, como construir el Museo de Arte de la ciudad en la antigua sede de la Alcaldía que, por suerte, tuvo que ser demolida; o en la escuela Juan XXIII, una de esas ruinas del pasado que la retórica patrimonial no deja tocar ni para bien ni para mal.
Por excéntricos o por chatos, estos proyectos desvían la verdadera urgencia de construir nuevos espacios, modernos, articuladores y renovadores de la visual urbana, como el Centro Cultural que lidera la Universidad de Caldas con un envidiable diseño de Salmona, o la misma biblioteca pública en un lugar digno, incluyente y viable.
Altiplanitis, abulia o desinterés que parecieran ocupar el espacio -desértico desde siempre- que deja ver la carencia de políticas culturales, la polución de diagnósticos, la ausencia de recursos, las equivocadas prácticas de gratuidad, la improvisación en la gestión, o la sospechosa calidad de algunos productos y procesos que se hacen o llegan a la ciudad.
Éste, pues, un panorama de hartura y desesperanza cultural ante el cual sólo vale asumir con el humor corrosivo de Woody Allen, la aceptación mutua de la decepción.
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